sábado, agosto 30, 2008

Tiempo de sacar los nidos


Tiempo de sacar los nidos
Presentación de la obra de Cecilia Casanova



Por Diego Alfaro Palma



A Lorena Zebil, a su partida.



*


Antes debiera de hacer una aclaración: el siguiente texto no contiene ningún poema de Cecilia. Los parafrasea, juega con algunos títulos, pero el objeto mismo es el de presentar una obra, indagar cómo se escribe y cuáles son sus motivos, por eso cumplo con dar una visión global, con el riesgo de que la autora al leer su poesía me contradiga. De eso se trata, y no está de más decir que este estudio es parte de un trabajo de Antología de obra completa que estoy preparando y que espera editor.

*




Porque tengo mucho que decir, preferiría callar de una manera torpe, hacer el trabajo del sin sentido, elaborar, con un grupo de obreros imaginarios, un gran edificio de palabras vacías para no acabar de decir lo que se debe. Muchos esperarían los siguientes títulos para esta exposición: “Cecilia Casanova, una experiencia de la escritura femenina” o “Canon y contracanon, 25 razones y media para situar la poesía de Cecilia Casanova en la tradición chilena” o “Cotidianidad, ironía y política: estudio fragmentario a treinta versos de Cecilia Casanova”. Me permito agregar que este es el panorama de lo que la academia exigiría de una lectura de obra, rozando a agujazos distintos temas periféricos para finalmente no adentrarse en la exigencia que nos pide un poema: la experiencia de las emociones con respecto al texto, la clarificación de los dotes estéticos que este posea, su contexto particular, pincelar una mirada única y nueva a una lectura del mundo, y luego, claro está, buscamos el paper que nos asegure tal o cual puesto en las oficinas de la crítica literaria.
Arremanguémonos la camisa, el abrigo o lo que sea, quisiera partir con un asalto de mi razón. Hace algunos meses me senté a leer Relación personal de Gonzalo Millán, una actividad gratificante que como lector no me dejó impávido, siendo, que al mismo tiempo que repasaba varias veces esos breves poemas, de mí se proyectaba una larga y fantasmal duda. El libro fue publicado, según el colofón, el año de 1978, en la calle Coronel Alvarado, Santiago de Chile, y en su interior se despertaban los versos de un poema como “Te escojo y te saco del racimo”:

Como a una uva negra te descubro
de polvo y de pasado te limpio,
muerdo
tu claradulce carne con mis dientes
y planto
la semilla húmeda en la tierra.

Este poema me detuvo. Como un atleta alzando la vista luego de una partida falsa, me hice la siguiente pregunta: ¿Podría estar este poema situado en un libro como El sonido de las estrellas de Cecilia Casanova? Así se sucedió una evidencia: en sí todo el libro estaba profundamente conectado con la obra de Cecilia; había algo en él que nos podría hacer dudar de quién es el verdadero autor, al hacer una competencia de adivinanzas, y dejarnos caer en la verdad de que ambos son parte de una línea poética un tanto crucificada en la tradición chilena. De ahí surgió el fantasma definitivo: un recuerdo: Cecilia me había contado en varias oportunidades su “relación personal” con Millán, que oficialmente fue “impersonal”, pues nunca se conocieron cara a cara, hubo llamadas telefónicas en las que el “escorpión azul” confesaba a la poeta su reconocimiento y más aún el gusto por su poesía. Ahora, esto nos llevaría a dos preguntas incómodas: ¿Qué ganó Millán de esa lectura? Y ¿Qué hace que la poesía de Cecilia esté vigente, pero sin el reconocimiento debido, salvo por un grupo reducido de poetas?
A esto hay dos respuestas que más parecerán lanzas veloces, ataques de un salvaje hambriento: No se puede leer la poesía de Millán separada de la poesía de Cecilia Casanova; y en segundo lugar, Cecilia Casanova se adelantó a pasos agigantados a su tiempo. Una complementa la otra, pero vamos con calma a adentrarnos en cada cual, no obstante tenga en claro, asistente, que esta presentación se pretende como una nota estridente y no jugará a hacer concesiones con los concesionarios de la poesía, muchos de los cuales no han tenido la entereza de encarar esta obra condensada y rellena de una ligereza trabajosamente articulada, que no es menor señalar aquí, que salvo unas introducciones de nombres altos, ninguna de ellas ha logrado posicionar el apellido de la poeta más allá de la extravagancia y la imagen.
Pero tomemos en cuenta aquel viejo cliché, pongámoslo bajo lupa, porque si un triunfo de su poesía ha de ser celebrado es su capacidad de crear relatos a través de imágenes de manera condensada, donde la emoción queda deslavada, surgiendo entre la breve y musical estructura del poema o por alusión, es decir, posterior a la lectura del poema, quedando contenida dentro del verso, anidando en el lector. Como decía Ezra Pound “en poesía la prosa queda para el lector” y pareciera que quien hoy nos reúne hubiera seguido al callo esos tres consejos que nos dejó il migglior fabro:

1) Tratamiento directo de la cosa. Ya sea subjetiva u objetiva.
2) No usar en absoluto ninguna palabra que no contribuya a la presentación.
3) Respecto a ritmo: componer con la secuencia de la frase musical. No con la secuencia de un metrónomo.

Más allá de las consecuencias que dejó este decálogo del imaginismo en la poesía contemporánea, podríamos llegar a creer que la poética poundiana fue la piedra de tope para una joven Cecilia Casanova y su primer modelo de escritura. A esa creencia opongo una retrospectiva en la historia de la poesía castellana y es que podría afirmar sin mayor atrevimiento que los referentes directos de su obra y más cercanos a su primera etapa fueron los modernistas y la poesía de Amado Nervo. La apuesta de estos hacia fines del siglo XIX fue la figuración de una poesía apartada del sentimentalismo en el que había caído nuestra lengua luego del Siglo de Oro, la restitución de la imagen romántica (la inclusión de la contradicción y la ironía), la pulsión de la subjetividad a cuadras del decadentismo de escritorio. Nervo es para Casanova uno de los primeros referentes de la narrativa dentro del poema, en verso medido, pero la experimentación de situaciones contadas verso a verso, que por seguridad, en los anaqueles de su padre, le resultó la modalidad más propia de relatar su vida y de imaginar personajes, de agregarle movilidad a la poesía, de hacerla sentarse, caminar, mirar, hincarse, de expresar a la manera de un diario el afloramiento y la posibilidad para una mujer de contactarse con la cotidianidad. De ese tono quedan resquicios en sus dos primeros libros Como lo más solo (1949) y De cada día (1958), que más allá de sus títulos, el primero se plantea como la caída de una voz femenina con la poesía, con el amor y con quienes lo rodean, en tanto que el segundo, como un cuadernillo de anotaciones desde la enfermedad, el postramiento, la necesidad de un afuera, de salir, y ante ello la aparición de la muerte, o sea, esa pelea “codo a codo” con ella, para “robarle ciertos secretos”, al decir de Enrique Lihn.
Pero Cecilia siempre resultó estar fuera de los esquemas. Su obra comparada con la de Mistral se alejan por rudeza, aspereza y uso y desuso de la cultura, me refiero con esto, a las alusiones librescas y bíblicas, a la composición del poema a través de medios tradicionales como el soneto, por nombrar uno. Si la comparamos con aquellas mujeres de la antología “Selva lírica” difiere de ellas tanto en el contexto expresivo de la voz femenina, como en el exceso de sensiblería, cosa que también pasa si la ponemos en equilibrio con un número no menor de sus contemporáneas. Me parece que está más cercana a Winnét de Rokha, en el arte que ésta tuvo de construir imágenes, de controlar a través de éstas el derroche de sensibilidad, de abarcar mostrando con palabras una situación, aunque ella, quien nos congrega, fuera cinco metros más allá para ser más pulcra en el decir, más concentrada en la musicalidad y en el ritmo que se forma al posicionar un objeto con otro. Eso ganó la poesía de Cecilia, es decir, el salirse de las categorías de lo “femenino”, de lo “pechoño” y lo “sumiso”, ser finalmente poesía y en momentos gran poesía, ser poeta y no “poetiza”, darle a su escritura un halo de incertidumbre ante las convenciones sociales y poéticas, posicionar su obra en lo inmanente, desde la duda y la ironía hacia la trascendencia, rugir, ser triste, alegre, escéptica, erótica, sin postrar estas palabras como ejes de sus poemas, sino aludir, cosa que queda muy clara en libros como De acertijos y premoniciones y Los juegos del sol, aquello que Bruno Cuneo, su mejor crítico, diría de Mi misma citando dos versos de John Donne “la mujer es secreta/ apariencia pintada”, poesía adelgazada, de una mujer poeta que se esconde y aparece, que se recorta para que quien habla en sus poemas nos deje la presencia más cercana que poseemos ante lo efímero, aquello que se fuga, sentenciar ante un alero o un florero que la vida se va y no vuelve.
Quizás es por esto que personalidades como Enrique Lihn, Jorge Teillier, Carlos de Rokha y Alberto Rubio, sintieran, como miembros de aquello que Enrique Lafourcade tentó en nombrar la “Generación del ‘50”, no sólo una amistad por simpatía, sino también por intensidad intelectual, por respeto de individualidad y de obra, lo que queda demostrado en los prólogos que tanto Lihn y Teillier hicieron de sus libros. Siento, a una distancia marcada por la juventud y el paso del tiempo, que ambos vieron en la poesía de Cecilia las implicancias que podía tener para un autor el hecho de adquirir para sí, y tempranamente, lo más innovador de la aceleración del verso y la construcción de la imagen de un Huidobro, la revelación de una cotidianidad significativa en un Neruda como en el de las Residencias, o la ironía y el zarpazo cómico, antipoético, de un Nicanor Parra, tardíos eso sí, más presentes en Estudio número cinco y más propiamente en Los invitados de tu memoria, como remarca Adriana Valdés en su introducción. Y esto, creo, fue de alta importancia para Millán, porque vio, más allá de la revolución del imaginismo en la poesía anglosajona o del objetivismo de William Carlos Williams, la congregación de distintos niveles expresivos, en una poesía que se permitía hablar de todo y sin tapujos, conservando en esa libertad, sin marcos ni muros, su propia identidad, ésta definida no por una pasividad ante el mundo, sino como una violencia contra la rutina, situando a pájaros hablando en inglés, soles que iluminan sombreros de paja, casetes que nos devuelven la voz de los exiliados, autos y balcones en los que perdura la unión de dos personas, jardines que resultan ser postales en movimiento.
“Repetir en nosotros/ renovados deleites/ es como un asesinato/ omnipotente, agudo” nos dice en un poema Emily Dickinson, con quien se le ha comparado mucho, por una parte por el encierro que suscita, para tales y cuales, el hecho de escribir con pocos elementos; esto, sólo a ratos, debo agregar, pues de “los renovados deleites” vuelven, cada tanto, a surgir espacios inmensos como las playas de Zapallar o las escalinatas de Venecia, véase por ejemplo Estación Termini. Pero difieren en gran medida, puestas ambas en sus puntos altos, por el impulso que a cada cual las lleva escribir y finalizar un poema; Dickinson intenta acercarse al lector con notas y resoluciones, de carácter metafísicos, lo que podríamos llamar una moraleja o conclusión existencial; Casanova transcribe el mundo, lo que escucha y ve en la calle, lo que imagina tras su ventana, correlaciona rítmicamente sustantivos y verbos y presenta, deja que de las palabras vuelen pájaros que podrían ser mensajeros, pero que por la altura de su vuelo no alcanzamos a distinguir, y agradecemos ese gesto, pues nos hace partícipes no sólo de la lectura misma del poema sino también de aquello que nos rodea, de situaciones que vivimos o que tal vez nunca realicemos. Nadie resumió mejor esto que Adriana Valdés al afirmar que esta poesía “enuncia lo que borra, presenta lo que vela”. Y esto es difícil de concitar en la poesía chilena, no poseemos muchos ejemplos de este acto, tan contradictorio como vivir y ser sensible, como desprendernos y abrazar la muerte. Las grandes habitaciones de nuestra tradición gozan de aquello que Enrique Lihn arguyó como ausencia en la obra de Cecilia: “un lenguaje a la sordina que se rehúsa a los efectos oratorios, a la figuras retóricas nítidas”. No hay aquí cantos generales, ni monólogos de padres a sus hijos, ni lobos ni ovejas, ni menos purgatorios, sino constatación de paseante, de observador lejano y a la vez activo, de quien riega sus plantas a distintas horas del día, que pinta como escribe, que derrocha color y emoción pasada por cloro, ese riesgo heroico que remarcaba el poeta polaco Cseslaw Milosz en estos versos:

El objeto de la poesía es recordarnos
Lo difícil que es ser una sola persona,
Porque tenemos la casa abierta, no hay llaves en las puertas,
E invitados invisibles entran y salen a sus anchas.

Es esa originalidad, la de ser una sola mientras invitados escapan del telón de un cinematógrafo, la de llevarla a cabo como susurro, sin épica de por medio sino la de ser esa poesía organizada por rimas internas y quiebres bruscos, que se reduce para ampliarse, la que hoy sigue vigente por rebeldía y que no ha podido ser revisada con propiedad, ya sea por la deficiencia del medio o las cartas que dan a favor otros nombres. Ahora que Cecilia escribe Poemas del Vago y del Simpático, conjunto del que puedo sentenciar anticipadamente como el más logrado de su producción, debiéramos preguntarnos hasta el insomnio qué es lo que hizo que tantos creadores –Venturelli, Couve y el mismo Neruda, entre otros- hayan preferido sus obras y a ratos callado, saludarlas críticamente, mientras le eran negados los premios, lo que sarcásticamente podríamos llamar “justicia poética” haya silenciado poemas que luego de estos días de lluvia celebramos: Tiempo de sacar los nidos.


La Chascona, 28 de agosto de 2008.

sábado, agosto 02, 2008

Dos actvidades re-interesantes

LANZAMIENTO DE RASCACIELOS DE ENRIQUE WINTER




(Haz click en la imagen para ver la información)
POETAS PARA PASAR AGOSTO
(EN VALPARAÍSO)

(Haz click en la imagen para ver la información)

lunes, julio 28, 2008

La Quetrófila en Chile




La “Quetrófila es una revista de literatura realizada por un grupo de poetas jóvenes argentinas que se encuentra de visita en nuestro país.
Dónde: Sede UDD Lastarria / Villavicencio 395, esq. Lastarria / Metro UC
Cuándo: Miércoles 30 de julio / 19:00 hrs.

miércoles, julio 23, 2008

Seis poemas breves de Armando Rubio Huidobro

De Ciudadano

Ediciones Minga

1983







LAS NUBES.
Niño,
las nubes no son de algodón;
las nubes son
el bostezo de Dios.

Niño,
las nubes no son un adorno;
las nubes
son un estorbo:
no nos dejan ver a Dios.



UN DOMINGO.
La tarde se asolea, azul,
en la plaza. Las palomas se congregan
luminosas y amargas
entre volantines y esferas
que se enredan en los cables.

Un niño llora
su gorra marinera
en la cabeza del lustrabotas.

Los hombres sueñan.
La tarde gira
en la manivela
del organillero.



DISTANCIA.
Indiferencia del mundo
y de las cosas
hacia mi;
indiferencia mía
hacia el mundo y las cosas:
mutua correspondencia.

Transito
y caigo
de pie.

La misma puerta
entreabierta
en un desierto
marchito de sol.

La gaviota extraviada
en un espejismo de mar,
abre sus alas,
yerta,
sobre el vacio de las cosas.



NAIPE.
Veintiún años:
poco a poco me descubro
la baraja que me dieron.

¿Qué carta
tirar primero?

Lo de mirarse uno mismo
-cara de astuto viajero,
diente de viejo zorro-
por algo que no sabernos.

¡Y tan largo
que se me vuelve este juego!



ESCENA COTIDIANA.
La mosca sobrevuela
en torno del almuerzo.

El hombre se levanta,
matamoscas en mano,
y se le enreda un pie:
voltea ella la mesa,
muere el hombre, aplastado.

Entonces
almuerza la mosca
entre blancos aromas
de zapallo.



HABITOS.
Esta vieja costumbre en consecuencia
de amanecer cansado cada día
con la cara de siempre, el mismo aspecto
-cordero estupefacto, ¡no hay derecho!-,
la liturgia congénita de mirarme al espejo:
descubrirme in fraganti con peineta y dentífrico
-no asienta esa conducta en mansa bestia-;
conciencia de estar vivo y respirando
-con qué objeto, que sabes-, y otras cosas
que, por último, ahora no tolero:
la plena autonomía de mis gestos
y la fidelidad de mis zapatos.

domingo, julio 20, 2008

Lanzamiento antología de Winétt de Rokha

(Para ver la información haz click en la imagen)

viernes, julio 11, 2008

De todo un poco (salpicado de libros)





C.M. Bowra - Reiner Maria Rilke (PDF)


Wolfang Kayser - Lo grotesco [Fragmentos] (PDF)


Perry Anderson - Entrevista a Gyorgy Lukács (PDF)


Gyorgy Lukács - La teoría de la novela [cap. 3,4,5] (PDF)


Paolo Virno - Virtuosismo y revolución (PDF)


Peter Szondy - Estudios sobre Celan (PDF)


Rumi - Poemas Sufíes (PDF)



domingo, julio 06, 2008

Los seis minutos más bellos de la historia del cine


Por Giorgio Agamben



Sancho Panza entra en un cine de una ciudad de provincia.
Viene buscando a Don Quijote y lo encuentra: está sentado
aparte y mira fijamente la pantalla. La sala está casi llena, la
galería -que es una especie de gallinero- está completamente
ocupada por niños ruidosos. Después de algunos intentos inútiles
de alcanzar a Don Quijote, Sancho se sienta de mala gana
en la platea, junto a una niña (¿Dulcinea?) que le ofrece un
chupetín. La proyección está empezada, es una película de época,
sobre la pantalla corren caballeros armados, de pronto aparece
una mujer en peligro. Inmediatamente Don Quijote se
pone de pie, desenvaina su espada, se precipita contra la pantalla
y sus sablazos empiezan a lacerar la tela. Sobre la pantalla
todavía aparecen la mujer y los caballeros, pero el rasgón negro
abierto por la espada de Don Quijote se extiende cada vez más,
devora implacablemente las imágenes. Al final, de la pantalla
ya no queda casi nada, se ve sólo la estructura de madera que la
sostenía. El público indignado abandona la sala, pero en el gallinero
los niños no paran de animar fanáticamente a Don
Quijote. Sólo la niña en platea lo mira con desaprobación.





¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Amarlas,
creerlas a tal punto de tener que destruir, falsificar (este es,quizás,
el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al
final, ellas se revelan vacías, incumplidas, cuando muestran la
nada de la que están hechas, solamente entonces pagar el precio
de su verdad, entender que Dulcinea -a quien hemos salvado-
no puede amarnos.
(En Profanaciones, Editorial Adriana Hidalgo, BsAs, 2005. p.123-4)

viernes, junio 27, 2008

A quienes habrán de perder su nombradía

Por Diego Alfaro Palma


Del viento es el pendón pompa ligera
Góngora

Lo primero que debe saber un poeta es que está completamente muerto. Sea un jovencillo de 17 años en Charleville o uno de 60 en Santiago de Chile – o para hacer menos cruel la distancia, en Punta Arenas o en Buenos Aires- ninguno escapará de esta implacable verdad. No es para ponerse a llorar (a menos que sean lo suficientemente sensibles para hacerlo), ni para tomar el primer transporte al cementerio para visitar la propia tumba. No, señores, no se trata de eso; hablo, en fin, de esa necesaria sabiduría, ya mítica, de reconocer que bajo los grandes discursos la honorabilidad del oficio está en ponerse del otro lado de la vida, en el gesto completamente humilde de no esperar absolutamente nada del nocturno acto de la escritura. En ese encogerse nacen las palabras grandes, que no es el encogimiento ante el poder, sino ese paso decisivo, allí donde él no calza con su zapato portentoso, es decir, un paso de la vida a la muerte para devolver en versos –o en prosa- la indicación de lo definitivamente importante en la existencia humana: hablar de hombre a hombre, cara a cara, sobre los minutos que pasan y las sillas que se quiebran.

Para escribir hay que tomarse el tiempo necesario. Ya Lihn lo decía, “lo primero de todo: sentarse y madurar”, nada del otro mundo para los de ceso frío, pero un mandamiento difícil en la sociedad de la imagen y el auto-reconocimiento donde todos, o la gran mayoría, busca adjudicarse esos cinco minutos de fama que le puedan entregar los medios, realizando la pirueta de la semana o lanzando el poema más obsceno de los últimos tres meses para los hambrientos académicos. Ahí habrán de parar: a la mar que es el morir. Para quien yace muerto todo este impecable entretenimiento no ha de parecerle sino un absurdo, un juego de niñitos bobos que rayan papelitos en las discoteques o que se promocionan vía e-mail: patadas en el aire. La poesía se hace con temblor, con la violencia del lápiz, con la garganta áspera y los ojos abiertos a lo eterno que se cuela tras la puerta.

La cosa es escribir como un muerto, de ahí, otro tema, es la actitud que ha de tomar el poeta con su vida, situación que da para idealizar los más hermosos castillos en el aire parisino. Aunque una cosa es cierta: una estética contiene y configura su propia ética. Todo quehacer humano, de una u otra forma, configura en mayor o menor grado el ser del hombre. En el arte, que siempre trabaja y trabajará con lo más importante, esta situación posee connotaciones aún más serias, pues en tiempos como estos, en donde lo más fácil es lanzar un discurso por la borda del ciberespacio o publicar un libro, la consecuencia entre lo escrito y la defensa de aquello es, sin lugar a dudas, lo difícil, el reto último para quien trabaja con el lenguaje, para quien, como decía Andrei Tarkovski, “esculpe en el tiempo”, da forma a una visión subjetiva de la realidad para devolverla a la realidad. Pero más allá de estas consabidas lecciones morales, existe una postura indeclinable: en un tiempo como este, en el que el sistema de capital ha vaciado el significado para “involucrar al sujeto de manera subliminal y libidinal en el nivel de la respuesta visceral en vez de en el de la conciencia reflexiva”, al decir de Terry Eagleton (en “Ideología: una introducción”), el escritor no debe andar con cuentos. El poeta por tanto no puede emular los juegos del consumismo, lo que quiere decir, que como creador no puede quedarse con el mero significante y hacer de él un atrapa polillas. En su función poética, su mensaje, reúne a esos viejos compañeros, significado y significante, para decirnos algo con el oído y con la mente: para acercarnos a otro, para dialogar en distintos tiempos: el de la vida de otro o el de la muerte propia. Por lo tanto, un arte desde la delgada línea de la finitud, no puede sino ser un arte que entra como quehacer en una vida autoconsciente de su propia finalidad, y de esta forma, de sí misma: sabiduría, en otras palabras.

Es cierto, ya estamos en este mundo, y aunque digamos que no hay nada más triste para el lenguaje que el periodismo, la publicidad o la política, sabemos en nuestro interior –en esa pequeña caja musical llamada conciencia- que más triste aún son las caretas de una poesía a mal traer, con ausencia de todo, en especial, de madurez y altura de miras, la existencia de una poesía que no aporta nada a la cotidianidad de un momento como el nuestro que reclama un poco de “oscura inteligencia” como dijo (y nos sigue diciendo) nuestro querido Lihn. Pero este es un llamado para hombres y mujeres inteligentes, no para quienes, que en su afán de derribar bosques, lanzan cinco libros en tres años (siendo de ellos, dos, antologías de los demás), ni para quienes “no conciben otra escritura sino desde el cuerpo”, cosa irremediablemente fáctica por la materialidad del mundo, ni tampoco para los especialistas en fiestas y tribus urbanas, porque el poeta como siempre ha obrado, habla a todos los hombres por igual, no hace distinción de clase ni jerarquías políticas, cosa que bien sabía Bertolt Brecht que escribía para los que iban a venir, para el proletariado y para que el burgués reconociera un cisma entre las clases, para que ambos reconocieran su humanidad dañada.

Se puede escribir de todo, para bien o para mal, pero como decía Gyorgy Lukács “el arte autentico tiende, pues, a ser profundo y abarcante. Se esfuerza por abrazar la vida en su omnilateral totalidad”. Por lo que, en su relación con la vida, el arte no puede sino conformarse a partir de sus propias posibilidades, desde sus límites, desde y hacia el último límite: la muerte. “Todo lo sólido se desvanece en el aire” afirmaba Marx (“El Capital”), al tiempo que Ezra Pound clamaba “todo lo que amas de verdad permanece, el resto es escoria” (Canto LXXXI). El arte de la palabra es memoria de todos los tiempos, interacción de unos con otros como nos enseñaron tantos, lo fugaz y lo eterno en pleno entrecruce, es tradición y talento individual puestos a la palestra de la humildad ante la historia y la defensa del lenguaje, no en su purismo, sino en su sana apertura hacia la verdad, contra la deprecación del ser humano y la injusticia, poesía y prosa de lo cotidiano para hablar al hombre a partir de su realidad, para que el arte, como susurro, comparta con él un sentimiento en común. La fama es un espiral vacío para quien escribe y más vacío aún cuando menos se leen las grandes obras y pequeños templos se erigen desde una carpa de circo.

La muerte nos es igual a todos, he ahí la universalidad a la que debe aspirar el poeta, para cantar en la lengua del amor, el dolor, la desesperación o la felicidad, lengua común a todos los seres. Ese es ya un requisito que despacha a unos cuantos de su nombradía, me refiero a quienes ponen los acentos en los localismo o especialidades, en las marginalidades auto-impuestas, en el periodismo, en las modas vacías, en la falsa exposición de sus veleidades, en la falta de lecturas necesarias, pues no es lo mismo un autor antes o después de Virgilio, Ovidio u Horacio, ni de Baudelaire o Mallarmé, menos aún de Shakespeare o Cervantes. Un autor debe conocer su lengua y la lengua de las motivaciones humanas, debe atreverse a las verdades categóricas o a la absoluta iridiscencia de la incertidumbre, mancharse las manos con sangre, pues escribir significa cometer ciertos crímenes. No se trata de escribir a partir de tal o cual moda teórica para acicalarse contra el académico de mal gusto, ni menos tratar burdamente la pedofilia o la homosexualidad como cuadros esquizofrénicos para figurar en antologías panorámicas del vacío absoluto del canto, ni mucho menos de silabear palabrotas a destajo para creernos los Sex Pistols del siglo XXI, los revolucionarios que nunca leyeron a Catulo.

Es para llorar a fin de cuentas, pero en toda época hay un montón que no se toma en serio su oficio, lo terrible es cuando una generación entera hace oídos sordos; pero mis muchachos, los que leen entre líneas comprenderán, el tiempo nos dará la razón, hay que escribir como muertos para conversar con otros muertos y robarles algunos secretos, brillantes esmeraldas esparcidas sobre la arena. Epígonos o epílogos, qué más da, lo importante es el gran rechazo a los meseros del poder y la fama, pues no hay que tener poquita fe, sino demasiada al momento de escribir, esa fe casi sin esperanza, despojada, para que el poema, como decía Paul Celan, sea un apretón de manos, aquí o en otra parte, siendo cien veces la sombra de las sombras, a tientas, recogiendo las certezas de la violencia auto-crítica y el cansancio de los ojos, con la valentía, a fin de cuentas, de aquellos que no temen a los fantasmas.

miércoles, junio 18, 2008

Esto me enseñaron


Poemas de Bertold Brecht






Recuerdo de María A.

Fue un día del azul septiembre cuando,
bajo la sombra de un ciruelo joven,
tuve a mi pálido amor entre los brazos,
como se tiene a un sueño calmo y dulce.
Y en el hermoso cielo de verano,
sobre nosotros, contemplé una nube.
Era una nube altísima, muy blanca.
Cuando volví a mirarla, ya no estaba.

Pasaron, desde entonces, muchas lunas
navegando despacio por el cielo.
A los ciruelos les llegó la tala.
Me preguntas: «¿Qué fue de aquel amor?»
Debo decirte que ya no lo recuerdo,
y, sin embargo, entiendo lo que dices.
Pero ya no me acuerdo de su cara
y sólo sé que, un día, la besé.

Y hasta el beso lo habría ya olvidado
de no haber sido por aquella nube.
No la he olvidado. No la olvidaré:
era muy blanca y alta, y descendía.

Acaso aún florezcan los ciruelos
y mi amor tenga ahora siete hijos.
Pero la nube sólo floreció un instante:
cuando volví a mirar, ya se había hecho viento.




Esto me enseñaron

Sepárate de tus compañeros en la estación.
Vete de mañana a la ciudad con la chaqueta abrochada,
búscate un alojamiento, y cuando llame a él tu compañero,
no le abras. ¡ Oh, no le abras la puerta!
Al contrario,
borra todas las huellas.

Si encuentras a tus padres en la ciudad de Hamburgo,
o donde sea,
pasa a su lado como un extraño, dobla la esquina, no los
reconozcas.
Baja el ala del sombrero que te regalaron.
No muestres tu cara. ¡Oh, no muestres tu cara!
Al contrario,
borra todas las huellas.

Come toda la carne que puedas. No ahorres.
Entra en todas las casas, cuando llueva, y siéntate
en cualquier silla,
pero no te quedes sentado. Y no te olvides el sombrero.
Hazme caso:
borra todas las huellas.

Lo que digas, no lo digas dos veces.
Si otro dice tu pensamiento, niégalo.
Quien no dio su firma, quien no dejó foto alguna,
quien no estuvo presente, quien no dijo nada,
¿cómo puede ser cogido?
Borra todas las huellas.

Cuando creas que vas a morir, cuídate
de que no te pongan losa sepulcral que traicione donde estás,
con su escritura clara, que te denuncia,
con el año de tu muerte, que te entrega.
Otra vez lo digo:
borra todas las huellas.

(Esto me enseñaron.)

(1926, del Libro de lectura
para los habitantes de las ciudades)





Canción de los poetas líricos
(Cuando, en el primer tercio del siglo xx,
no se pagaba ya nada por las poesías.)


Esto que vais a leer está en verso.
Lo digo porque acaso no sabéis ya lo que es un verso ni un poeta.
En verdad, no os portasteis muy bien con nosotros.

¿No habéis notado nada? ¿Nada tenéis que preguntar?
¿No observasteis que nadie publicaba ya versos?
¿Y sabéis la razón? Os la voy a decir:
Antes, los versos se leían y pagaban.

Nadie paga ya nada por la poesía.
Por eso hoy no se escribe. Los poetas preguntan:
«¿Quién la lee?» Mas también se preguntan:
«¿Quién la paga?»
Si no pagan, no escriben. A tal situación los habéis reducido.
Pero ¿por qué?, se pregunta el poeta. ¿Qué falta he cometido?
¿No hice siempre lo que me exigían los que me pagaban?
¿Acaso no he cumplido mis promesas?
Y oigo decir a los que pintan cuadros

que ya no se compra ninguno. Y los cuadros también
fueron siempre aduladores; hoy yacen en el desván...
¿Qué tenéis contra nosotros? ¿Por qué no queréis pagar?
Leemos que os hacéis cada día más ricos...

¿Acaso no os cantamos, cuando teníamos
el estómago lleno, todo lo que disfrutabais en la tierra?
Así lo disfrutabais otra vez: la carne de vuestras mujeres,
la melancolía del otoño, el arroyo, sus aguas bajo la luna...

Y el dulzor de vuestras frutas. El rumor de la hoja al caer.
Y de nuevo la carne de vuestras mujeres. Y lo invisible
sobre vosotros. Y hasta el recuerdo del polvo
en que os habéis de transformar al final.

Pero no es sólo esto lo que pagabais gustosos. Lo que
escribíamos
sobre aquellos que no se sientan como vosotros en sillas de oro,
también nos lo pagabais siempre. ¡Cuántas lágrimas
enjugamos!
¡Cuántas veces consolamos a quienes vosotros heríais!
Mucho hemos trabajado para vosotros. jamás nos negamos.
Siempre nos sometimos. Lo más que decíamos era « ¡Pagadlo! »
¡Cuántos crímenes hemos cometido así por vosotros!
¡Cuántos crímenes!
¡Y siempre nos conformábamos con las sobras de
vuestra comida!

Ay, ante vuestros carros hundidos en sangre y porquería
nosotros siempre uncimos nuestras grandes palabras.
A vuestro corral de matanzas le llamamos «campo
del honor»,
y «hermanos de labios largos» a vuestros cañones.

En los papeles que pedían impuestos para vosotros
hemos pintado los cuadros más maravillosos.
Y declamando nuestros cantos ardientes
siempre os volvieron a pagar los impuestos.

Hemos estudiado y mezclado las palabras como drogas,
aplicando tan sólo las mejores, las más fuertes.
Quienes las tomaron de nosotros, se las tragaron,
y se entregaron a vuestras manos como corderos.

A vosotros os hemos comparado sólo con aquello que
os placía.
En general, con los que fueron también celebrados
injustamente
por quienes les calificaban de mecenas sin tener nada
caliente en el estómago.
Y furiosamente perseguimos a vuestros enemigos con
poesías como puñales.

¿Por qué, de pronto, dejáis de visitar nuestros mercados?
¡No tardéis tanto en comer! ¡Se nos enfrían las sobras!
¿Por qué no nos hacéis más encargos? ¿Ni un cuadro?
¿Ni una loa siquiera?
¿Es que os creéis agradables tal como sois?

¡Tened cuidado! ¡No podéis prescindir de nosotros!
Ojalá supiéramos cómo atraer
vuestra mirada hacia nosotros!
Creednos, señores: hoy seríamos más baratos.
Pero no podemos regalarles nuestros cuadros y versos.

Cuando empecé a escribir esto que leéis -¿lo estáis
leyendo?¬
me propuse que todos los versos rimaran.
Pero el trabajo me parecía excesivo, lo confieso a disgusto,
y pensé: ¿Quién me lo pagará? Decidí dejarlo.

(1931)




De todos los objetos

De todos los objetos, los que más amo
son los usados.
Las vasijas de cobre con abolladuras y bordes aplastados,
los cuchillos y tenedores cuyos mangos de madera
han sido cogidos por-muchas manos. Éstas son las formas
que me parecen más nobles. Esas losas en torno a viejas casas,
desgastadas de haber sido pisadas tantas veces,
esas losas entre las que crece la hierba, me parecen
objetos felices.

Impregnados del uso de muchos,
a menudo transformados, han ido perfeccionando sus
formas y se han hecho preciosos
porque han sido apreciados muchas veces.

Me gustan incluso los fragmentos de esculturas
con los brazos cortados. Vivieron
también para mí. Cayeron porque fueron trasladadas;
si las derribaron, fue porque no estaban muy altas.
Las construcciones casi en ruinas
parecen todavía proyectos sin acabar,
grandiosos; sus bellas medidas
pueden ya imaginarse, pero aún necesitan
de nuestra comprensión. Y, además,
ya sirvieron, ya fueron superadas incluso. Todas estas cosas me hacen feliz.

(1932)




A los hombres futuros


1
Verdaderamente, vivo en tiempos sombríos.
Es insensata la palabra ingenua. Una frente lisa
revela insensibilidad. El que ríe
es que no ha oído aún la noticia terrible,
aún no le ha llegado.

¡Qué tiempos estos en que
hablar sobre árboles es casi un crimen
porque supone callar sobre tantas alevosías!
Ese hombre que va tranquilamente por la calle,
¿lo encontrarán sus amigos
cuando lo necesiten?

Es cierto que aún me gano la vida.
Pero, creedme, es pura casualidad. Nada
de lo que hago me da derecho a hartarme.
Por casualidad me he librado. (Si mi suerte acabara, estaría
perdido.)
Me dicen: «¡Come y bebe! ¡Goza de lo que tienes!»
Pero ¿cómo puedo comer y beber
si al hambriento le quito lo que como
y mi vaso de agua le hace falta al sediento?
Y, sin embargo, como y bebo.

Me gustaría ser sabio también.
Los viejos libros explican la sabiduría:
apartarse de las luchas del mundo y transcurrir
sin inquietudes nuestro breve tiempo.
Librarse de la violencia,
dar bien por mal,
no satisfacer los deseos y hasta
olvidarlos: tal es la sabiduría.
Pero yo no puedo hacer nada de esto:
verdaderamente, vivo en tiempos sombríos.

2
Llegué a las ciudades en tiempos del desorden,
cuando el hambre reinaba.
Me mezclé entre los hombres en tiempos de rebeldía
y me rebelé con ellos.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.

Mi pan lo comí entre batalla y batalla.
Entre los asesinos dormí.
Hice el amor sin prestarle atención
y contemplé la naturaleza con impaciencia. Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.

En mis tiempos, las calles desembocaban en pantanos.
La palabra me traicionaba al verdugo.
Poco podía yo. Y los poderosos
se sentían más tranquilos sin mí. Lo sabía
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.

Escasas eran las fuerzas. La meta
estaba muy lejos aún.
Ya se podía ver claramente, aunque para mí
fuera casi inalcanzable.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.

3
Vosotros, que surgiréis del marasmo
en el que nosotros nos hemos hundido,
cuando habléis de nuestras debilidades,
pensad también en los tiempos sombríos
de los que os habéis escapado.
Cambiábamos de país como de zapatos
a través de las guerras de clases, y nos desesperábamos
donde sólo había injusticia y nadie se alzaba contra ella.
Y, sin embargo, sabíamos
que también el odio contra la bajeza desfigura la cara.
También la ira contra la injusticia
pone ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros,
que queríamos preparar el camino para la amabilidad
no pudimos ser amables.
Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos
en que el hombre sea amigo del hombre,
pensad en nosotros
con indulgencia.

(1938)

martes, junio 17, 2008

Las palabras de la vida

Poemas de Salvatore Quasimodo









Y de repente la noche

Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol:
y de repente la noche.

Ed è Subito Sera. Ognuno sta solo sul cuor della terra / trafitto da un raggio di sole: / ed è subito sera.




Basta un día para equilibrar el mundo

La inteligencia la muerte el sueño
niegan la esperanza. En esta noche
en Brasov, en Los Cárpatos, entre árboles
no míos, busco en el tiempo
una mujer de amor. El bochorno quiebra
las hojas de los álamos y yo
me digo palabras que no conozco,
derramo tierras de memoria.
Un jazz oscuro, canciones italianas
pasan volcadas sobre el color de los iris.
En el crujido de las fuentes
se ha perdido tu voz:
basta un día para equilibrar el mundo.

Basta un giorno a equilibrare il mondo. L’intelligenza la morte il sogno / negano la speranza. In questa notte /a Brasov nei Carpazi, fra alberi / non miei cerco nel tempo / una donna d’amore. L’afa spacca / le foglie dei pioppi ed io / mi dico parole che non conosco, / rovescio terre di memoria. / Un jazz buio, canzoni italiane / passano capovolte sul colore degli iris. / Nello scroscio delle fontane / s’è perduta la tua voce: / basta un giorno a equilibrare il mondo.



Tengo flores y de noche invito a los alamos

Mi sombra está sobre otro muro
de hospital. Tengo flores y de noche
invito a los álamos y a los plátanos del parque,
árboles de hojas caídas, no amarillas,
casi blancas. Las monjas irlandesas
no hablan nunca de muerte, parecen
movidas por el viento, no se maravillan
de ser jóvenes y gentiles: un voto
que se libera en las ásperas plegarias.
Me parece que soy un emigrante
que vela encerrado en sus cobijas,
tranquilo, por tierra. Tal vez muero siempre.
Pero escucho gustosamente las palabras de la vida
que jamás he entendido, me detengo
en largas hipótesis. Ciertamente no podré eludir;
seré fiel a la vida y a la muerte
en cuerpo y espíritu
en cada dirección prevista, visible.
A intervalos algo me supera,
ligero, un tiempo paciente,
la absurda diferencia que corre
entre la muerte y la quimera
del latir del corazón.


(Hospital di Sesto S.Giovanni, noviembre de 1965).

Ho fiori e di notte invito i pioppi. La mia ombra è su un altro muro / d’ospedale. Ho fiori e di notte / invito i pioppi e i platani del parco, / alberi di foglie cadute, non gialle, / quasi bianche. Le monache irlandesi / non parlano mai di morte, sembrano / mosse dal vento, non si meravigliano / di essere giovani e gentili: un voto / che si libera nelle preghiere aspre. / Mi sembra di essere un emigrante / che veglia chiuso nelle sue coperte, / tranquillo, per terra. Forse muoio sempre. / Ma ascolto volentieri le parolle della vita / che non ho mai inteso, mi fermo / su lunghe ipotesi. Certo non potró sfuggire; / sarò fedele a la vita e a la morte / nel corpo e nello spirito / in ogni direzione prevista, visibile. / A intervalli qualcosa mi supera / leggero, un tempo paziente, / l’assurda differenza che corre / tra la morte e l’illusione / del battere del cuore. (Ospedale di sesto S.Giovanni, novembre 1965).

domingo, junio 08, 2008

La vida de los otros




La Praga de 1964 fue testigo de una de las conferencias más importantes del siglo XX. Organizado por la revista Flamen, el “Coloquio sobre la noción de decadencia” tenía entre sus invitados al filósofo Jean-Paul Sartre, al pensador marxista Ernst Fischer y al novelista Milán Kundera, entre otras notables figuras. La temática se reducía a entablar una discusión sobre los límites de la estética realista, instaurada y erigida bajo el régimen stalinista como la dirección obligada de todo arte socialista. Luego de arduas exposiciones, los presentes terminaron en la decisiva afirmación de que los aquellos límites eran tan amplios como la realidad misma, y que lecturas como las de Joyce, Proust y Kafka no debían ser simplemente desechadas por un juicio dogmático, que resultó ser tan dañino para la libertad de expresión en el bloque oriental[1].


Lo que en esa larga mesa se deliberó fue una negación categórica ante las formas de control que el totalitarismo ejercía sobre la creación y el pensamiento, bajo una doctrina –que como bien lo han dejado en claro autores como Erich Fromm y Terry Eagleton[2]- tiene por fundamento la defensa de la libertad del hombre mediante la humanización de su quehacer físico e intelectual. La interpretación stalinista del marxismo tocaba fondo por aquellos años; Hungría en 1956 era sometida bajo el poder ruso, como luego en 1968 sería aplacada la insurgencia checoslovaca. El gesto de aquel 1964 fue un grito que irremediablemente desataría la ira de los administradores de la utopía, gesto que ya antes había sido anatemizado en figuras como Suvarin, Pierre Pascal, León Trotsky y sobre todo con la publicación de “Historia y conciencia de clase” de Gyorgy Lukács, uno de los libros más controvertidos por la sovietización de la III Internacional, pero que fue un salto decisivo hacia la conformación de una ontología marxista, que finalmente terminó con la gran respuesta de “Ser y Tiempo” del filósofo alemán Martin Heidegger, la obra capital del siglo recién pasado.


La película “La vida de los otros” entra en la intimidad de esa represión. Situada históricamente en los últimos años de la dominación socialista en la RDA, el poeta y dramaturgo Georg Dreyman representa el sino de muchos artistas –como aunadores de un sentimiento común y profundamente individual- ante las presiones del poder totalitario. Su acción se cristaliza en las palabras de Albert Camus al recibir el Premio Nobel en 1957:


Cualesquiera sean nuestras debilidades personales, la nobleza de nuestra profesión tendrá siempre sus raíces en dos compromisos difíciles de mantener: negarse a mentir sobre lo que uno sabe y resistirse a la opresión[3].


La negación de la mentira y la resistencia, fueron el eje de las generaciones que cohabitaron a los dos lados de la Cortina de Hierro, el imperativo tanto para quienes estaban bajo el yugo soviético, como también para quienes soportaban la deprecación de la libertad y los valores en la democracia imperialista norteamericana. Hablamos de un periodo del que somos tristes herederos, del cual –heredero también de las prácticas del poder de la dos Guerra Mundiales- demuestra la capacidad de los gobiernos, ya sean democráticos o totalitarios, de modelar una noción de realidad a partir de los Medios de Comunicación, el control de las fuentes de información y el “monopolio de la fuerza física”, al decir de Max Weber. La estabilidad de esas fuerzas yace en lo que la pensadora Hannah Harendt anotó en su obra “Sobre la violencia”, en la que indaga en el uso indiscriminado de esta “ya no como una preparación para la guerra”, sino para justificarse “sobre la base de que más y más disuasión es la mejor garantía de la paz”[4].


Ante eso reclama el arte y el artista, ante el desbanque de su discurso, pues como bien sabe el poder, es él la experiencia más alta de la esencia humana, su defensora y también su más provocadora máscara. Los debacles de Georg Dreyman, Christa-María Sieland y el dramaturgo Albert Jerska, se definen en ese resumen salvaje que hizo Pierre Pascal, el francés que presenció la Revolución de 1917 y el stalinismo en Rusia, en sus diarios:


Los hijos reciben instrucciones de vigilar a los padres. Los sentimientos de generosidad son expulsados por la desdicha de los tiempos: se cuentan en familia los bocados de pan o los gramos de azúcar. La dulzura es considerada vicio. La piedad ha sido aniquilada por la omnipresencia de la muerte. La amistad sólo subsiste como camaradería.[5]


Ante la vigilancia de la Stasi, que maneja todas las formas de vida, un poema de Bertrold Bretch, el poeta más comprometido de la causa marxista, hace que Hauptmann Gerd Weisler, el calvo agente que sigue cada mirada del dramaturgo, detenga su corazón, hasta aquel momento indolente. Las medidas tomadas por esta organización, se centraron preferentemente en la censura de la intelectualidad, que no subsumía sus palabras a la razones de Estado, y reservando para esta, luego de su supresión, el sagrado mandamiento del suicidio como único escape. Los versos de Brecht calan entonces en lo más hondo de un personaje austero e insensible, muestran a través de la figura de las nubes esa verdad insuperable para la raza humana: que todo se desvanece en el tiempo.


“La vida de los otros” es un manifiesto por la libertad, del trabajo agotador del artista “luchando codo a codo con la muerte”, de aquel ser portador del lenguaje en toda su extensión y que no puede ni debe callar ante el abuso y la injusticia. Una película que no hace distinción en su esencia, pues la RDA es todo un siglo XX, con todas sus ideologías totalizantes de la verdad, sea la comunista, la capitalista o la fascista. Es una película para ver hoy, para dejarnos con toda la inquietud de lo que en nuestro mundo ha pasado y sigue pasando, para comprender, en definitiva, las lecturas equívocas a las que el hombre puede llegar en su afán de poder y por los intereses más bajos del egoísmo.


Georg Dreyman es un punto y coma de una carta al nuevo siglo escrita con sangre. Su labor debe llevarlo a exponer su vida hasta las últimas consecuencias, como también lo hará su espía converso, en una tarea que bien comprendió en nuestro país, en 1966, el poeta Enrique Lihn y que me permito citar en toda su extensión para finalizar:


Si se tratara de asumir una misión, yo diría que la poesía actual debiera enfrentar el mundo con un rostro lo suficientemente despejado como para que se reflejaran en él los monstruos que engendra el sueño de la razón, los maniquíes que engendra la duermevela de la inteligencia práctica, futurizando todos los vicios del mundo moderno en imágenes de presumibles catástrofes. Pero no se le puede pedir a nadie que juegue ahora el papel de testigo presencial sin entrar para nada en el baile[6].


Notas:


[1] Passim Varios Autores, Estética y Marxismo, Planeta - De Agostini, Barcelona, 1986.

[2] Vease: Fromm, Erich Marx y su concepto del hombre, FCE, México, 1970 y Eagleton, Terry Marx y la libertad, Grupo Editorial Norma, Santa Fe de Bogota, 1997.

[3] Camus, Albert Al revés y al derecho, Editorial Losada, Buenos Aires, 2004. Pág. 67.

[4] Arendt, Hannah Sobre la violencia, Alianza Editorial, Madrid, 2006. Pág. 10.

[5] Furet, Francois El pasado de una ilusión: ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, FCE, México, 1995. Pág. 16.

[6] Lihn, Enrique Entrevistas, Editorial J.C. Sáez, Santiago, 2005. Pág. 13.



Bibliografía:

Varios Autores, Estética y Marxismo, Planeta - De Agostini, Barcelona, 1986.
Camus, Albert Al revés y al derecho, Editorial Losada, Buenos Aires, 2004
Arendt, Hannah Sobre la violencia, Alianza Editorial, Madrid, 2006.
Furet, Francois El pasado de una ilusión: ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, FCE, México, 1995.
Lihn, Enrique Entrevistas, Editorial J.C. Sáez, Santiago, 2005.



domingo, mayo 25, 2008

Pérdidas

LA CANOA Y LA MUERTE

Por Claudio Magris



"La hamaca pequeña / está vacía... en silencio / mira la luna alta sobre los rebollos /... el agua del río fluye hacia los rápidos / - ¿fluye? -... las hojas caminan con el viento: / toda la selva se mueve. / También tu canoa / se mece en el río. / Sólo tú estás inmóvil / bajo la gran Piedra Negra. / Y yo que creía que todas las cosas / vivían sólo por ti..."


El desconocido autor de esta poesía a la muerte de una persona amada, probablemente un hijo muy joven, es uno de los tres mil piaroa, una población india que vive, aislada y separada de los demás grupos, en la América meridional, en la selva tropical que se extiende entre la Guayaría y el Alto Orinoco. O por lo menos vivía en 1956, cuando Giorgio Costanzo conoció a los piaroa en el curso de una expedición al Amazonas en la que quedó fascinado por su reservada amabilidad, su destacada individualidad y sobre todo por su poesía, de la que tradujo y publicó, un año después, una pequeña antología. No sé si los piaroa existen todavía; Costanzo, por aquel entonces, constató su rápido proceso de extinción y previo que desaparecerían al cabo de treinta años; es posible que hayan sobrevivido, porque la vida, para bien y para mal, es imprevisible y en ocasiones escapa de los cálculos y las proyecciones matemáticas - es posible que tampoco Trieste desaparezca del todo dentro de pocos decenios, a pesar de lo que dicen los demógrafos, que sin embargo fijan inexorablemente cada cierto tiempo el año concreto de su fin, calculado en base al ritmo con el que desciende su población. En cualquier caso una de las poesías, traducidas con intensidad y esquiva gracia por Costanzo, habla de un día en el que "la gran Piedra Negra / lo será todo: / aplastará la cabaña /y a toda la gente piaroa".


La poesía citada al principio es una extraordinaria poesía sobre la muerte, sobre su irrepresentabilidad, sobre su radical mutilación, que llega al corazón y deja sin aliento. El poeta - acaso varios poetas, que confluyeron en un único canto - no dice nada acerca de su dolor, de sus afectos, de la persona que ha perdido. Expresa solamente el asombro frente a esas cosas que continúan existiendo, encantadoras e indiferentes: la luna, el fluir del agua, el susurro de las hojas mecidas por el viento, la oscilación de la canoa en el río. Nada revela tanto la pérdida de un individuo como la continuación de la vida en el mundo, que se aleja cada vez más de los ojos que ya no la pueden mirar.


Es el escándalo intolerable, la herida de la muerte que, como la de Filoctetes, el héroe griego abandonado en la isla de Lemnos, no puede cerrarse y sigue escociendo y apestando el aire. "Lo finito no soporta la finitud. Por lo menos lo humano finito", escribe Rossana Rossanda en su Vida breve, libro de rara intensidad escrito junto a Filippo Gentiloni. "Los ojos de un animal moribundo", prosigue, "tienen un estupor insostenible." Desde luego, las cosas existen, y no sólo en la mente y en los sentidos que las perciben; "i robb in", los objetos son, dice un proverbio milanés. La realidad hayla, está ahí, irrefutable. Pero las cosas adquieren sentido en la manera en que se viven y son inseparables de las personas amadas con las cuales y por las cuales se viven, y cuyo rostro - se dice en la Conchiglia [Concha] de Marisa Madieri - "se diluye en las cosas, confiándose a ellas", queda custodiado por ellas al mismo tiempo que custodia, que encierra en sí su significado. Cada una de las personas que amamos está entretejida en nuestra vida, es una parte de nosotros que contiene una parte del mundo; es un horizonte, en el que se colocan las cosas, que pueden quedar borradas si ese horizonte se desvanece, como quedan borradas las imágenes en una pantalla que se apaga.


Los hombres y las cosas de sus vidas - sobre todo los lugares - se compenetran y se confieren recíprocamente valor; algunos lugares se bastan por sí solos para hacernos compañía, porque contienen, como los círculos en el tronco de los árboles, la existencia que se ha vivido en ellos y a las personas con las que se ha compartido esa existencia, contribuyendo a darle forma y sentido. Para los viejos, los lugares impregnados de su vida terminan por serles más necesarios que las personas gracias a las que esos lugares asumieron en el tiempo aquel significado.


El anónimo poeta piaroa podría decir por consiguiente también lo contrario, extraer confortación de la presencia de aquel río, de aquel viento, de aquella luna y aquella canoa, sentir y encontrar en ellos a esa persona amada, presente y viva como ellos, y sentir la continuidad más allá de la laceración. Los dos sentimientos no se excluyen, sino que se integran respectivamente, merced a ese privilegio de la poesía de estar más allá del principio de contradicción, privilegio que puede permitirle expresar en el mismo verso la felicidad y la desesperación, decir que la vida tiene sentido y al mismo tiempo que es absurda. Las filosofías, las religiones o las psicologías de alguna manera tienen que entender, interpretar, exorcizar o clasificar a la muerte, mitigar su anómala incomprensibilidad e irrepresentabilidad, encajarla en los moldes del concepto y de la mente, lo mismo que la desmesura del cielo queda encuadrada en el marco de una ventana. A diferencia de ellas, la poesía, que no por eso es superior o más profunda, se despreocupa de las consecuencias de sus propias epifanías, aun en el caso de que éstas puedan llegar a ser devastadoras para el orden de la vida.


Cabe que la muerte sea incluso benéfica y ahorre infinitas desolaciones a una vida inmortal; no en vano el Judío errante, en la leyenda, está condenado, como máxima pena, a la imposibilidad de morir. La existencia del individuo está constituida también por el resto de las existencias que le acompañan, y se ensancha hasta abarcar a quienes le han precedido y a quienes vendrán detrás de él; cada uno se apoya y al mismo tiempo recibe el peso de la solidaridad y la responsabilidad de la especie. Tal vez también nosotros, observa Giuliano Toraldo de Francia, seamos como las partículas elementales, que van continuamente más allá de ellas mismas, generando otras del seno de sí mismas y de las virtualidades que llevan consigo.


Pero todo ello no aminora el escándalo del sufrimiento y la muerte. El poeta piaroa, que tras la desaparición de una persona amada ha oído el susurro de las hojas y ha visto fluir el agua como si nada hubiera sucedido, ha captado para siempre un estupor indecible, el dolor de que el universo continúe como antes, alejándose del que muere, la cruel infidelidad e indiferencia de todo sobrevivir.

1996

domingo, mayo 04, 2008

Avenida Gogol

Avenida Gogol



Por Diego Alfaro Palma



“No hay nada mejor, por lo menos para Petersburgo, que la avenida Nevski” son las palabras de Nikolai Gogol, un hombre que caminó por ella, portando seguramente un abrigo perfecto para las tardes de viento, que por su altura, podía incluso cubrir su naríz de los vendavales provenientes del Mar Báltico. En aquella “perspectiva” (como eran llamadas en Rusia estas largas calles) se reunía hacia 1840 lo mejor de la capital de un imperio contradictorio, donde entrechocaban a las miradas del público las novedades de la Europa ante los brillantes escaparates, al tiempo que el poder rondaba con sus altas botas divisando cualquier asomo de desorden.


Tras la publicación de sus cuentos costumbristas, con un alto voltaje imaginativo, Gogol arribó a San Petesburgo, una urbe de completo distinta a sus escenarios rurales, y que le serviría de material para crear sus relatos de paseantes y fantasmagóricos sucesos en una ciudad igualmente fantasmagórica. Fundada 1703 por el emperador Pedro El Grande junto a la desembocadura del Neva, su edificación fue uno íconos más imponentes de la modernización que el zar llevó adelante, renovando así la visión de una Rusia sumida en la Edad Media y el feudalismo. Sin embargo, esto no quitó que ese gran continente que es Rusia avanzara a la par con los demás países de Europa, sino al contrario, pasado el tiempo la ciudad con sus inquietante arquitectura pasó a ser un oasis de la Modernidad diseñado sobre pantanos, que los habitantes de todas sus épocas recuerdan por lo temidas que resultaron.


En sí, Petesburgo es la ciudad de aquellos que buscando una vida la perdieron. Su instauración tuvo un costo humano que sirvió a los zares como ejemplo de la lucha del hombre contra naturaleza, pero que pasado cierto tiempo se convirtió en la concentración máxima del poder absolutista, la barrera contra Napoleón, la capital de la revuelta decembrista de 1824 y la europea de 1848, el sitio de la Revolución Rusa y la impenetrable fortaleza contra la invasión Nazi que costó millones de vidas.


Y es la revuelta de los decembristas uno de los puntos de inflexión en la historia de sus barrios y grandes palacios. Los ánimos de aquellos hombres que se enfrentaron con sus ideas liberales a un imperio caduco intelectualmente, fueron aplacadas, tras la toma de la Plaza del Senado, por el zar Nicolás I. Como nos dice B.H. Summer en su Historia de Rusia: “la sublevación fue sofocada pronta pero sangrientamente. El efecto sobre su sucesor, el zar Nicolás I, fue que se convirtió en mayor grado aún en un ordenancista de parada y en un firme creyente en la necesidad de un estado fuerte, inquisitorial aunque en apariencia paternalista”[1]. En efecto, las consecuencias fueron mayores de las que lograron imaginar sus súbditos, creándose un imperio “policial” que terminó por abolir “el lujo pernicioso de los conocimientos a medias”, como fueron catalogadas gran parte de las ideas liberales y los asuntos de tipo filosófico modernos.


Todo esto desembocó en los márgenes del Neva como una gran erupción de genios literarios. En el ensayo del Vizconde E.M. de Vogué titulado “La literatura rusa” –que es uno de los primeros panoramas del arte escritural del periodo zarista del siglo XIX- se define así la escabrosa situación político-social del momento: “Las condiciones impuestas a la sociedad rusa impedían toda manifestación de estos talentos en estudios históricos o filosóficos, en la oratoria política y en el periodismo; no les estaba permitido más que una sola manera de expresar sus pensamientos, y ésta era la ficción novelesca”[2].


Entre aquellos genios estaban el célebre Pushkin, el descorazonado Lermotov, el joven Dostoievsky, el crítico Turgeniev y posteriormente el monumental Tolstoi. Por aquellas avenidas de San Petesburgo caminaba Gogol, quien se unió a las lides literarias prematuramente, y que con sus “Cuentos de San Petesburgo” logró captar la atención de un público necesitado de nuevas ideas y de libertades que sólo pudo encontrar en la literatura.


El centro de este ensayo trata la descripción de un artista y de la sociedad de aquel momento a los ojos del cuento “La avenida Nevski” escrita por Gogol, y que resulta ser un paralelo interesante con el polémico poema de Pushkin “El caballero de Bronce” y la concepción urbana que poseía en Francia Charles Baudelaire. La problemática de literatura y poder será puesta nuevamente en juego en estas líneas, en el intento de esbozar las pretensiones artísticas de un autor que vivió bajo una de las censuras más extremas de la historia.




I

“Todo lo que encuentre usted en la perspectiva Nevski está impregnado de conveniencia” asevera el hablante del cuento “La avenida Nevski” y que, a primeras no parece una voz propia de las modas estéticas de su tiempo. La pluma de Gogol goza de una prudente ironía, con la cual logra describir desde los asuntos más mínimos del acontecer rutinario hasta las desgracias románticas de sus personajes. Como ha dicho el teórico Marshall Berman, el autor “sin aparente esfuerzo (o siquiera conciencia) inventa uno de los géneros fundamentales de la literatura moderna: el romance de la calle urbana, en que la calle misma es la heroína”[3].


Su estrategia de ataque, entre la ironía y los últimos retazos del romanticismo en su escritura, resultan ser una amalgama atrayente para cualquier lector de nuestra época, esto pues su capacidad enumerativa se proyecta desde un tono inicial sumamente cortés, que llega a ser patético e incluso cursi, para así contar detalladamente cada uno de los sucesos ocurridos en la avenida. Y es ésta como argumente Berman, el polo de acción de los tormentos y suspicacias del pintor Pishkarev y del teniente Pigorov, la heroína de un cuento donde ella misma es su comienzo y su final.


“¡Cuanta fantasmagoría se forma en ellas tan sólo en el transcurso de un día! ¡Qué cambios sufren en veinticuatro horas!” nos dice el narrador refiriéndose a sus aceras, hacia las cuales se asoman los escaparates de los almacenes y una vida compuesta por las distintas capas de la sociedad, desde las señoritas de buen vestir a los altos cargos del ejército, de los adormilados funcionarios a los artesanos y mendigos. Es este “cambio” mencionado el que nos atrae por su interés, ya que en cierta manera es una definición prolija de lo que suscita la modernidad. En “El pintor de la vida moderna” Baudelaire afirmaba algo similar: “(…) Hay en la vida trivial, en la metamorfosis cotidiana de las cosas exteriores, un movimiento rápido tal que exige al artista una velocidad de ejecución igual”[4]. Y es esto lo que constituye la elaboración formal del cuento, pues cuando Gogol se permite informarnos del acontecer diario de la calle, su narración se fragmenta en la caracterización de cada una de las horas y de los habitantes que se desplazan por la avenida. Es el cambio, por lo tanto, uno de los aspectos formativos del drama de estas aceras, socavadas por un la fuerza de un poder y por sus arquetípicas influencias religiosas, y con el cual Gogol se contrapone desde una mirada netamente moderna, es decir, de la disidencia.


Así pues desde la mañana “está lleno de viejas con vestidos rotos y envueltas en capas, que asaltan primeramente las iglesias y después a los transeúntes compasivos”. En sus primeros minutos Nevski no goza del glamour ni de la pomposidad, sino que subversivamente el autor retrata esa vida de ropas ajadas y malolientes, de aquellos que se arrastran por un poco de comida. Este no es un gesto romántico, al contrario, es la puesta en escena desde el comienzo de la obra de un mundo subterráneo y poco tratado por su antecesor Pushkin, que nos sorprende por la revelación que suscita atacar los cánones de lo “políticamente correcto”. Sin duda esto se conecta con lo que posteriormente va a ser la idea central de su novela “Las almas muertas” en que el tratamiento de la servidumbre será la espina en el cuello para una sociedad acostumbrada a las apariencias.


De a poco, siendo las doce, comienzan a aparecer los artesanos, y ya con mayor altura es descrita, la aparición de los preceptores y sus discípulos. “Los Jones ingleses y los Coco franceses llevan colgados del brazo a los alumnos que les han sido confiados”, que junto con las misses eslavas y sus “móviles muchachas” se abren paso en un imperio que tiene en sus manos el control total de las materias de estudio. Es posible que en ellos se vea el mismo Gogol, asistiendo a su Liceo de provincias, para luego proyectar en ellos el terrible destino que Eugene Oneguin de Pushkin nos cantaba en sus versos, es decir, la experiencia de aquellos hombres que recibieron una generosa instrucción y que ante la maquinaria estatal quedaron inmóviles, sobrantes, en una sociedad estrictamente estratificada.


Pasadas las horas el relato se vuelve más incisivo. A la aparición de los empleados públicos el tono se vuelve indeleblemente irónico:

“(…) Se unen también aquellos a quienes el destino, envidioso, depara la bendita categoría de ‘funcionario’ encargado de importantes asuntos: se unen los que, empleados en el Ministerio del Exterior, destacan por la nobleza de sus ocupaciones y costumbres. ¡Dios mío! ¡Qué empleos y servicios tan maravillosos existen!... ¡Cuánto elevan y regocijan el alma! Pero… ¡Ay de mí!... Yo, por no estar empleado, he de privarme del gusto que me proporcionaría el fino comportamiento de los superiores…”

Sin duda esta descripción puede causar una ligera risa en un lector serio. El impulso irónico de Gogol es implacable y a la vez sorprendente, puesto que notamos lo afilada que es esta arma en manos de un maestro. Probablemente para los encargados del sistema de censura de Nicolás I este pasaje puede sonar incluso ingenuo, pero es una ingenuidad que a todas luces pasa de lo sincero a lo grotesco, siendo su crítica corrosiva, saltando luego a afirmar que Nevski está “impregnado de conveniencia”. Pasan de esta manera las largas levitas, los sombreros, los pañuelos multicolores, los perfumes, asemejando las mangas de las mujeres a dos globos de oxígeno “hasta el punto de que la dama podría elevarse en el aire si el hombre no la sujetara”. La despoblación y la vuelta de la muchedumbre en la avenida, se caracterizan por este tipo de alusiones fantásticas, fantasmagóricas, que nos recuerdan la prosa de Juan Emar. Aun, más adelante, el narrador continúa: “En la perspectiva Nevski, de repente, se hace la primavera; toda ella se cubre de funcionarios de uniformes verdes”. Para ojos atentos esto puede sonar completamente surrealista, en el sentido del surgimiento de imágenes oníricas que irrumpen en la “realidad”.


La sonrisa de los nobles “que es una obra maestra”, o la cabeza gacha de los “eficientes” funcionarios de corte, los jóvenes solteros aparecidos de la noche y los almirantes raspando con su sable la vereda son parte de esta fauna ridiculizada. Como comentaba Vizconde E.M. de Vogué en su artículo estas son formas de mostrar la superficialidad de una Rusia gangrenada, agregando que “los personajes evocados por Gogol palpitan con vida intensa; y aunque casi todos son grotescos que a primera vista provocan risa, pronto nos hacen reflexionar profundamente sobre el estado social de Rusia. Los rusos – escribía el autor en una de sus cartas– se espantan de ver su propia insignificancia”[5].


Hacia el final ese mismo Gogol nos dice que en “en todo momento la perspectiva Nevski miente”, cayendo la noche y encendiéndose sus faroles para “mostrarlo todo bajo un falso aspecto”. La ciudad como un fantasma crea sus ilusiones, que no son más que las mismas ilusiones proyectadas por sus ciudadanos, de morbosas caretas.





II

“El teniente Pigorov es una gran creación cómica, un monumento de burda arrogancia y vanidad –sexual, de clase, nacional- de la cual su nombre se ha convertido en prototipo ruso”[6], nos dice Berman en su ensayo “Gogol: la calle real y la superreal”. Pigorov es un Don Juan patético, un militar que hace muestras de su poder cuando gusta, al tiempo que se culpa a sí mismo de éstos excesos haciendo contricción: “Todo son vanidades… ¿Qué importa que yo sea teniente?”. De cierta manera, este personaje es una alusión al poder de las fuerzas armadas rusas en un país que tras la derrota de Napoleón se llenó de ínfulas de grandeza. No debemos olvidar que tras la ocupación de Francia (1815-1818) muchos oficiales rusos tuvieran la posibilidad de embriagarse con las exquisiteces de Paris, y más especialmente impregnándose de ideas liberales y radicales a la postura zarista.


Sin embargo, nuestro querido Pigorov, no es un ejemplo de virtud, y menos una muestra de intelectualidad. Es cierto, es amigo de el pintor Pisharev, pero lo concreto es que Gogol no se encarga de explicarnos el por qué de esta unión y, con esto, podemos acotar que el uso de ambos es, en todo sentido, alegórica. El pintor y el militar son disfraces perfectos para que el narrador muestre las dos caras de San Petesburgo; por un lado aquel hombre débil, de carácter romántico, que vende sus cuadros a menor precio de lo debido sólo por los alagos, un artista que no pertenece al medio de las políticas públicas, sino que es un desplazado, y a la vez, un inocente en toda su pureza; por otro, está el teniente, un pícaro y desmedido, un hombre que abusa de su poder y de su rango, y que es capaz de meterse con la esposa de un artesano alemás sin escatimar gastos físicos. El poder y el artista son puestos en paralelo, mostrando de cada cual sus vicios, el uno como la antítesis del otro, como aquella frase que despliega Gogol en el cuento: “Era tan extraña a su rostro y le iba tan mal como la expresión beatífica al usurero o el libro de contabilidad al poeta”.


Pishkarev a pesar de ser “el único personaje genuinamente trágico de toda la obra de Gogol, y aquél al que el autor entrega plenamente su corazón”, como dice Berman, es como la avenida, definitivamente antiromántico. El ensueño de su amor por una dama morena, lo conduce hacia un prostíbulo, o más bien una sala de baile, donde ella es partícipe oficial. Entre un sin número de invitados, todos de las altas planas del estado, el pintor se cuela entre ellos para encontrarla y esperar que ella confiese su secreto. En primer lugar, el ensueño primigeniamente romántico decae por el hecho grotesco que situa el autor, de trasformar la imaginería caballeresca muy de moda en las novelas de la época, en su pleno patetismo, cambiándola por una completamente moderna, es decir, aquella casa de divertimento a la que también aludió Baudelaire en su obra y de la que teorizó Walter Benjamin, al referirse a la prostituta como un efecto de la capitalización del cuerpo humano.


Sólo queda para nuestro pobre Pishkarev el desencanto, del que se retrae para buscar a su amada mediante grandes dosis de opio y así recobrarla en sus sueños, que finalmente lo llevan a la muerte. Inconsciente, Gogol, pone de plano una actitud típica de los poetas románticos, como el consumo de opio (que nos recuerdan a Nerval y al mismo Baudelaire) y lo reposiciona dentro de la fantasmagoría que genera la ciudad de San Petesburgo. En otras palabras, el encanto que produjo la visión de la mujer se vuelve sueño y ese sueño adicción gracias al opio; la mujer que aparece de la ciudad queda finalmente envuelta en la misma neblina de los pantanos de la ciudad, reverberando la frase “Nevski miente”.


En cambio para el teniente el plano de la acción en el cuento es de los más terrestre y picaresco. No deja por eso, como hemos dicho de poseer una inquietante salvedad crítica, pero sin duda, el más afectado ante el monstruo de la avenida es el artista. Pushkin en cambio en su poema “El jinete de bronce” no despega el avance de la fantasmagoría de San Petesburgo sobre el hombre común. Ese sujeto, pequeño y sin mayor incumbencia en la vida público, despojado del poder, sufre las consecuencias de una ciudad edificada por el absolutismo. Perdiéndolo todo en una inundación y luego volviéndose loco y creyendo ser perseguido por la estatua de bronce de Pedro el Grande, Eugene se transforma en un arquetipo más de la Rusia zarista del poder sobre el súbdito, de esas intenciones malogradas de aparentar un despliegue de modernización, que es en sí el retrato de los anónimos que caminan por Nevski.


El pintor se alinea perfectamente con los personajes de los cuentos “La nariz” y “el capote”, en esa misma fantasía delirante que es San Petesburgo y la avenida Nevski, ambas iconografías aplastantes del poder sobre el individuo común, y más dramáticamente sobre Pishkarev y desconección que experimenta en esa imposibilidad de separar el mundo real del sueño. Ya Gogol lo había mencionado en una carta: “Sólo Pushkin me ha comprendido. Decía siempre que nadie ha poseído como yo el don de poner de relieve la trivialidad de la vida, para describir toda la necedad de un hombre mediocre, para hacer fijar la atención de todos los seres infinitamente pequeños que escapan a las miradas de los demás: esa es mi especialidad”[7]. Y esa triviliadad es la que perdura ante nuestra lectura como algo eterno.





NOTAS


[1] Summer, B.H. Historia de Rusia, Fondo de Cultura Económica, México, 1944. Pág. 319.
[2] Vizconde E.M. de Vogué “La literatura rusa”, Biblioteca Internacional de Obras Famosas, Tomo XX, Londres, Buenos Aires, Santiago, 1889.
[3] Berman, Marshall Todo lo sólido se desvanece en el aire, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2004. Pág. 199.
[4] Baudelaire, Charles Ouvres Complétes, Ed. Gallimard, Paris, 1961. Pág. 1154.
[5] Op. Cit. “La literatura rusa”. Pág. 9741.
[6] Op. Cit. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Pág. 203.
[7] Op. Cit. “La literatura rusa”. Pág. 9741.

miércoles, abril 16, 2008

León Trotsky sobre Nikolai Gogol




Hoy, cincuenta años después de la muerte de Gógol, transcurrido ya tiempo suficiente desde que el desgraciado escritor se convirtió en gloria reconocida y exaltada de la literatura rusa y desde que recibió la consagración oficial como “padre de la escuela realista”, escribir sobre su figura una crónica rápida equivale a convertir al autor de Almas muertas en víctima sumisa de unos cuantos tópicos y de banales frases panegíricas. Hoy sobre Gógol hay que escribir libros, o no escribir. Para el lector medio ruso el nombre de Gógol va acompañado de cierta cohorte de nociones y juicios: “gran escritor... fundador del realismo, humorista incomparable... risa destilada entre lágrimas...” De modo que basta decir Gógol para que el escritor aparezca en la ciencia rodeado de un cortejo, breve pero fiel, de esas imágenes. Por eso el artículo jubilar en un periódico no le dirá al lector mucho más que el nombre del escritor al que está dedicado. Y el lector puede preguntarse: ¿Para qué escribir eso?


Son diversas las respuestas que tal pregunta tiene. En primer lugar, ¿por qué no recordar al gran escritor, aunque sea con banales frases, ahora que su obra se ha convertido en patrimonio de la sociedad? En segundo lugar, ¿ha conservado el lector con toda nitidez en su memoria las etiquetas que en la escuela le ayudaron a familiarizarte con Gógol? Y en tercer lugar, si en el transcurso de la vida el lector no ha perdido esas máximas sacramentales, ¿recuerda lo que significan? ¿Despiertan eco alguno en su espíritu? ¿No las ha vaciado de sentido y privado de alma nuestra escuela? Y si es así, ¿por qué no infundirles algo de vida?


Por supuesto, el mejor homenaje del lector al recuerdo de Gógol en esta fecha triste y solemne sería releer su obra. Pero sé que la inmensa mayoría del “público” no lo hará. Gracias a Dios, nosotros y los lectores hemos superado la etapa de “iniciación” en Gógol. Recordamos que cierto oficial, apellidado, según creo, Kovaliev, quedó privado temporalmente de nariz; que en Nosdriev había un favorito insuperablemente vacío; que el Dnieper es hermoso cuando la atmósfera está en calma; que el bey de Argelia tiene un lobanillo debajo mismo de la nariz; que Podkoliesin saltó por la ventana en vez de ser coronado; que Petrushka poseía un olor peculiar... Pero ¿sabemos algo más? ¡Ay, de nosotros!


Por supuesto, siempre nos apresuramos a recomendar favorablemente “el gran escritor” a nuestro hermano pequeño, al primo o al hijo, pero por lo que a nosotros se refiere preferimos deleitarnos con la “gran literatura rusa” de modo totalmente platónico...


Lector, somos bárbaros, no amamos de verdad profunda y entrañablemente, “cultamente”, a nuestros clásicos...


Gógol nació el 19 de marzo de 1809. Murió el 21 de febrero de 1852. Vivió, por tanto, menos de cuarenta y tres años, mucho menos de lo que la literatura necesitaba. Pero en ese breve plazo de su desgraciada vida hizo lo inagotable. Hasta Gógol, la literatura rusa no pretendía siquiera el certificado de existencia. Desde Gógol existe. Gracias a él tiene existencia, que enlazó para siempre con la vida. Desde esta óptica fue el padre del realismo, o escuela naturalista cuyo padrino fue Belinsky.


Hasta ellos, “la vida y las convicciones que la vida alumbraba, andaban por un lado y la poesía por otro; la relación entre el escritor- y el hombre era débil, e incluso los más vitales, cuando tomaban la pluma como literatos, solían preocuparse más de las teorías sobre las elegancias del estilo, sin tener en cuenta por regla general la significación de sus obras, ni la “transposición de la idea viva” en la creación artística... De esta insuficiencia -carencia de vínculo entre las convicciones vitales del autor y sus obras- sufría toda nuestra literatura hasta que la influencia de Gógol y Bielinsky la transformó”[1].


Por motivos fácilmente comprensibles, la tendencia satírica (en el sentido amplio del término) fue siempre la más viva, honesta y sincera de la literatura rusa.


El pensamiento social vivo, encarnado en formas más o menos artísticas, no se encuentra en los pensamientos metrificados de Lomonosov sobre los usos del cristal, ni en la noble valentía de las odas de Derjavin, ni en el tierno sentimentalismo de las novelas cortas de Karamzin, sino en la sátira de Kantemir, en las comedias de Fomvizin, en las fábulas y sátiras de Krilov, en la gran comedia de Grivoyedov. Esta tendencia alcanzó su cenit y su mayor profundidad en Gógol, en su gran poema “indigencia e imperfección de nuestra vida...”.


Al arraigar en la vida, la literatura se hizo nacional.


miércoles, abril 09, 2008

En el marco conmemorativo del 9 de abril -repetido inquebrantablemente todos los años- dejo con ustedes dos textos bien añejines y que alguna vez publiqué en unas revistas. El primero es de hace al menos 2 años y el segundo es de por lo menos 3 o 4 años. Pero bueno, rock on!

Anathema



El médico renacentista Marcilio Ficino recomendaba a sus amigos melancólicos, junto con el seguimiento de estrictas dietas, anteponer al pensamiento los compases del laúd. La música como medio de sanación de tristezas y del decaimiento producido por el estudio de las altas materias, siempre pareció razonable por la alegría y el goce que propinaban al espíritu. Pero cómo podía imaginar nuestro amigo Ficino que algún día la música abandonaría el concepto clásico de armonía, que se elaboraría a partir de máquinas y medios de amplificación, que se podría grabar y conservar en aparatos tan delgados como un cd o tan abstractos como el formato mp3, venciendo de esa manera al tiempo…y más aún qué pensaría de aquella gente que gozaría en reconocer sus tristezas en la música, y gastara su dinero en revivir los estados de animo que llevan a la tan dulce y cruel melancolía.



Es extraño pensar en la evolución del rock. Desde las primeras bandas de blues hasta el último idiota que grito al levantarse por la mañana “¡Viva el rock & roll!”, queda un vacío inmenso y más aún una evolución aceleradísima de un género musical netamente popular. Y no sería nada sin Bach, ni Beethoven, ni Wagner, ni Stravinsky, como al mismo tiempo luego de los Beatles ni el jazz ni lo que hoy llamamos “música docta” volverían a ser lo mismo. Desde que el rock se dio cuenta de que era rock, la historia de la música dio un paso adelante en cuanto a la experimentación más estridente que haya presenciado el ser humano fuera de los laboratorios científicos. Y de ahí hasta hoy tenemos a nuestros nuevos clásicos The Who, Led Zeppelín, Pink Floyd, Jimmi Hendrix, Deep Purple, Queen, hasta nuestra creación más morbosa llamada Radiohead.



Derive a lo que derive el rock jamás se negó a relacionarse con otras artes. Se podría decir que es nuestro paradigma de la promiscuidad. Dio para la ciencia ficción hasta para maldecir los collares de la Reina de Inglaterra, desde el fútbol hasta “Nena yo te amo”, a la poesía más alta gracias a un Bob Dylan, un Leonard Cohen, un Tom Waits o un Spinetta y quién madre se nos haya cruzado para decirnos que finalmente la vida no era sólo rock & roll, que la única verdad que poseemos es la muerte y que hay otros fuera de nosotros que también desean amor y sienten tan carnalmente el dolor.



Sin el rock jamás hubiéramos tenido el privilegio de ver a un John Lennon cubierto por sábanas blancas, acompañado de un extraño humanoide de caracteres orientales, diciéndole al mundo “Haz el amor y no la guerra” o “La guerra terminó si tú lo deseas”; ni hubiéramos visto al extrovertido maniquí de Andy Warhol pintando a Jagger, o a un Jim Morrison en pleno show de Ed Sullivan arremetiendo contra toda la moral puritana norteamericana; ni a los Sex Pistols gritándole a la monarquía “¡Anarquía!”, ni a Ozzy arrancándole la cabeza a una paloma, ni menos a un frenético Allen Ginsberg recitando sus poemas con Sonic Youth de fondo. Finalmente sin rock no hubiéramos tenido un movimiento de contracultura tan popular (y ahí radica su contradicción) y esas ganas tan adolescentes de mostrar la piel y revelarse contra el crucifijo de los padres o al menos contra sus zapatos lustrados junto al velador.



Pero al mismo tiempo no hubiéramos podido experimentar la estridencia de las emociones de forma tan desaforada, rayando lo irracional, dando en la nota misma del alma con sólo cuatro adolescentes tardíos sobre un escenario. Que una guitarra, un bajo, una batería y una voz –y agreguémosle un teclado- nos vinieran a hablar sin grandilocuencia, sin mayor utopía de la realidad misma, de esa palabra tan incómoda para los suicidas: la vida. Y obviamente el rock maduró, al menos una parte de él; dejó por un momento de sacudir las melenas y ocupó la cabeza para pensar, se dejó de los alaridos para sentarse frente al escritorio, y dejó el mercadeo para hacer arte. Si buscamos una banda que cumpla estos requisitos de madurez, aunque no totalmente conquistados, podríamos señalar sin mayores problemas a una pequeña agrupación de treintañeros de Liverpool llamada Anathema.



Anathema más allá de ser una palabra típica de los crucigramas dominicales, adquirió un nuevo sentido a partir de la evolución más que comentada que ha sufrido esta banda en su estilo musical. Son ingleses pero no son Radiohead –aunque a ratos quieran serlo-, ni Coldplay ni aún menos Oasis, ni tampoco tan lelos como Porcupine Tree ni una copia barata de los escoceses de Mogwai. Mucho menos son las sobras de Paradise Lost o My Dynig Bride ni siquiera un resquicio ilegal para imitar a Pink Floyd. Anathema es Anathema como los girasoles son girasoles, y es quizás ella un ejemplo tangible de lo que significa una maduración tanto musical como conceptual, como también de una cierta consecuencia y abolición de los prejuicios que tanto abundan hoy en las sociedades especializadas. Cometemos el error de catalogar cada hecho en carpetas, de identificarlo, de comprobar su rentabilidad y rankearlo y sacarlo al mundo desde esa chapita en la camisa.



Variando desde el death metal a un sonido que roza el post-rock y la música acústica, estos ingleses se han forjado disco a disco, con un pequeño grupo de seguidores de todas las especies, y logrado conmover con su sonido y sus letras en ambos lados del Atlántico. Estar en uno de sus conciertos –como muchos tuvimos recientemente la posibilidad- es casi no oírlos ante esa fascinación que produce su arte en oídos que no pueden ceder sino a la naturalidad y transparencia de su música. En literatura se dice que un poeta es tal cuando al menos tiene unos quince grandes poemas; aunque Anathema no haya superado ampliamente la barrera, nadie puede quedar indemne ante una canción como “A Natural Disaster” o “One last goodbye”.



Personalmente como adepto a su obra, creo que lo más intenso de Anathema es respirar esa tristeza en la que se despliegan muchas de sus canciones y sentir inmediatamente el deleite ante el reconocimiento en notas y palabras, y más aún, el goce mismo de saberse en la existencia, de mantenerse pese a todo y de saber que todavía no hemos sido vencidos, que no todo termina en el dolor. Que a pesar de que muchos se han despedido de nosotros seguimos en pie, y que tenemos alguien que nos muestre la belleza de esas pérdidas en fragmentos delicados de música. Como decía el nobel francés Albert Camus –sin dejar de tropezarse en un lugar común- la misión principal del arte es unir a los hombres.



Pocas bandas han indagado tan profundamente en los matices de la ausencia, la pérdida, el tiempo, los recuerdos, la ira, el infinito y la nada que somos. Un disco como Judgement es el abismo de una despedida, desde el ahondamiento en “Deep” hasta ese cuasi-terror instrumental ante el futuro tan bien titulado como “2000 & Gone”. Como decía el escritor italiano Claudio Magris, nada grafica tan bien el dolor por la pérdida de alguien como la evidencia de que el mundo continua su ritmo, sin nosotros; y eso es perfectamente a lo que atañe su sonido acústico, como compuesto en el borde de una cama o luego de una dosis exagerada de whisky arrojado horizontalmente sobre una alfombra. Así como Eternity comienza con la pregunta por ese otro, un ser angelical, que ha desaparecido en la profundidad de la noche, hasta concluir que ante el manto de estrellas el hombre es simplemente un momento en la eternidad, un estornudo de Dios. Y no es que Anathema nos aterrice directamente en esos problemas, no hacen ni filosofía ni literatura ni música para la academia, es sólo un grupo seres humanos que humildemente, como debiera ser todo artista, comparece ante la realidad, ante la mirada deshabitada de los días, y nos desnuda las palabras en la soledad de las horas.



Jamás lamentaremos haber escuchado “Release”, “Fragile Dreams”, “Eternity part. III”, “Forgotten Hopes” o “Flying”, ni mucho menos observar un atardecer con “Temporary Peace” en los oídos y en las pupilas. Finalmente el soundtrack que nos ofrece Anathema para nuestros días es tan variado, tan profundo y modesto que transfigura o sentencia esos momentos en que nos abismamos al silencioso enigma de la vida o cuando simplemente deseamos botar de una vez por todas el pasado que nos acongoja y angustia, marcar en el calendario aquel buen día para salir. Ya sea que los escuchemos en su faceta más rockera o en un pequeño bar europeo en una sesión acústica, sus canciones mantienen su intensidad primera, su potencial emocional y un vigor único que hace de esa experiencia algo familiar, cálida, donde las personas se miren y se sientan parte de una misma energía. Y es quizás por esto que han logrado superar a gran parte de sus influencias, y también es por esto que quizás siempre sean una banda para público reducido, una invitación, una reunión de dolientes agradecidos, de cómplices encubiertos de la vida.
















A NATURAL DISASTER






Gracias a unos considerados fans franceses, me fue posible conseguir el promo de lo que será el nuevo trabajo de estos rockeros ingleses. Durante varios días comencé a recibir distintas opiniones del disco, de lugares tan lejanos como Polonia, Grecia, Francia y México. La expectación era demasiada, su álbum anterior "A fine day to exit" había dejado la vara muy alta, Anathema entonces se veía enfrentado a un destino que les es común: superarse y sorprender a su público.



Como fanático y más aún como Anathema-dependiente, sólo me quedaba tranquilizarme y dejar que progresaran las tasas de transferencia de los archivos. Sabía que me hallaría ante algo completamente diferente y así lo ha sido siempre, porque desde su debut en el círculo metalero inglés con su demo "An Iliad of Woes" (1990), que fijó junto con bandas como My Dying Bride y Paradise Lost la senda del Doom Metal (Metal melancólico y depresivo), hasta su evolución más roquera y acústica, Anathema siempre ha sido una constante evolución, pero que de todas formas mantiene su esencia. Ya con siete discos a cuestas y miles de fans, todo este periodo se ha convertido en una maduración, un contacto cada vez más fiel con los sentimientos y sin duda una experiencia única para el alma.



Hasta que llegó el momento de la verdad. Hice dos clicks y comenzó otro nuevo viaje interno. Harmonium fue el primer track, con un comienzo con teclados suaves, efectos de guitarra y posteriormente la suave voz de Vincent Cavanagh. Bases electrónicas de fondo presagiaban un comienzo espectacular, que fue seguido por la entrada de guitarras más pesadas y la batería con un ritmo lento. Un tema cargado de melancolía e insistentes gritos de libertad, eso si técnicamente algo apagado. Balance sin duda me hizo venir a la mente los últimos trabajos de Radiohead. Una canción llena de emotividad, de avance progresivo, que nos guía por la letra hacia un verdadero destape sónico. En gloria y majestad toda la esencia de Anathema se hacía presente con un John Douglas con un ritmo cada vez más cargado, la guitarra de Danny agudizándose como si fuera un choque inminente... y de la nada, todo termina.



El tema que viene a continuación en un principio no me dio mucha confianza, suena muy robótico y con teclados, me arriesgo a decirlo, muy a lo Enya. Había tenido un primer acercamiento con Closer cuando me enviaron un video grabado en la sala de ensayo, pero nada presagiaba lo que sería. De a poco, como la velocidad y forma del tema, me fui adueñando de cada sonido. Todo daba la idea de algo más tirado a trip-hop y la verdad no equivoqué tanto cuando hace aparición una guitarra bien a lo Pj-harvey. De improviso todo se torna en una verdadera tormenta, un desastre natural, gritos de desesperación, efectos de guitarra como vientos huracanados, la batería más rápida y... como en el inicio se mantiene un piano calmado, como si jamás hubiera ocurrido algo. Are you there? Ya era una vieja conocida para mí, puesto que en la página oficial de la banda la habían subido para que los fans se dieran cuenta de lo que venía (sin mentir el día en que apareció la escuche 32 veces). Una canción preciosa, cargada de sentimientos, que sin duda alguna se convertirá en uno de los tantos clásicos de la banda como "One last goodbye", "Temporary peace", "Angelica" o "Make it right". Es un constante cuestionamiento en la voz de Danny Cavanagh, el guitarrista, acompañado de una batería lenta, voces femeninas y sonidos de guitarra sonando como gaviotas. Proyecta sin defecto alguno la imagen de la portada del álbum: un bote con un pescador en su interior, en medio de un lago seco. Seguida a esta obra maestra se enciende como una antorcha el instrumental Chilhood Dream, con una hermosa guitarra que más bien parece un arpa dulce y delicada. Las voces de niños jugando y corriendo, traen en seguida visiones de nuestra propia niñez, y más aún, de un futuro feliz compartiendo con una familia propia.



Rompiendo la calma con un bajo salvaje por parte de Jamie, Pulled Under at 2000 meters a second se alza brutal, rápida y descontrolada. Más fuerte aún que "Panic" del A fine Day to Exit o que "Judgement" o "Lost Control". La banda de los hermanos Cavanagh a toda velocidad, como un tren bala sin destino, lanzando gritos insanos y susurros enclaustrados.



Creo, y no sólo yo, sino que también muchos fans apoyan esto, que de aquí en adelante el disco cambia radicalmente, no en el sentido musical, sino que en contenido de las canciones: las tres más hermosas obras del disco y un instrumental digno de Anathema. Todo comienza con una canción que me hizo brotar lágrimas, mi favorita hasta el momento, que de sólo nombrarla me emociona. A Natural Disaster, que lleva el nombre del disco, nos transporta a las experiencias más personales de la banda en la voz de Lee Douglas, la hermana del baterista, quien en cada palabra nos saca de lo cotidiano y nos hace olvidar cualquier premura que tengamos. Su voz siempre nos a llevado a experiencias inéditas, como en "Parissiene Moonlight" o en "Barriers", pero aquí nos entrega toda su virtuosidad para una melancólica canción invernal, en que nos imaginamos frente a una ventana un día lluvioso esperando a alguien que jamás volverá o lamentándonos por sucesos que no podemos revertir. "No importa lo que diga, no importa lo que haga, no puedo cambiar lo que pasó."



Flying comienza como una cascada de flash-backs, una guitarra acústica y la sentimental voz de Vincent. "Feels like I flying above you, dream that i'm dying to find the truth" es el verso que nos destroza de principio, que nos lleva a una de la canciones más deprimentes del disco, emotividad en cada nota, hasta encaminarse en un solo de guitarra feroz, como olas chocando en las rocas en plena tormenta, escondiéndose de a poco hasta apagarse.
"Seems like you never really knew me, seems like you never understood me, seems like you never really knew how to feel", son las palabras iniciales de este poema acompañado de un suave piano: Electricity. Lo primero que se me vino a la mente era a Danny sentado frente a un piano en un bar de mala muerte, iluminado por una suave luz que hacía brillar sus rojos cabellos y que su único espectador, sin contar a los borrachos que duermen frente a sus botellas, es una cantinera rubia, descuidada y que por primera vez se da cuenta de los errores cometidos en su vida. Impactante.



Para finalizar 55 minutos de intensidad, el instrumental Violence puede resumir completamente toda la historia musical de Anathema, su escencia y todo el candor y fidelidad que siente cualquier persona que los escucha, que aunque seamos pocos, todos sabemos lo que es esta banda significa para nosotros, la banda que para algunos superó todas los prejuicios de la escena metalera y con la cual hemos ido madurando de la mano, disco a disco. Violence pasa de un pacífico piano a un intenso caos rockero, con una bateria perfecta, para morir felíz, como todo album de la banda, entregándonos la paz para poder seguir viviendo luego de escucharlos.Y como dije anteriormente, Anathema es una experiencia para el alma, una banda que entrega demasiado, con la que podemos contar en los malos y buenos momentos, para escucharla con los amigos tomando unos tragos y viendo las estrellas o encerrados en nosotros mismos, una banda que se transforma en religión para cualquier seguidor: el grito desgarrador de la melancolía y la belleza.